Se deseó a si mismo fuera de aquel lugar tan recóndito,
fuera de aquel tiempo en los que los segundos tanto pesaban, resultaba
realmente una tarea meticulosa y difícil poder llegar a contarlos. Se imaginó a
si mismo alejado. En cualquier lugar de la ciudad tomando una fría cerveza a la
cálida luz del sol que iluminaba la época estival. Se encontraba contra la
espada y la pared, o mejor especificado, la espalda contra la pared y frente a
él todo aquel ejercito de rumanos que trabajaban para él. Evidentemente se
habían confundido de hombre pero no habría forma ni manera alguna de
explicárselo, era más fácil convencer a un rinoceronte de que intentase
practicar el hula-hop, a que aquellos hombres tan tatuados y llenos de
cicatrices escuchasen lo que tenía yo tenía que decirles. Estaba hasta el
jodido cuello de mierda y no parecía que
hubiese optativa: O cantaba algo de lo que no tenía ni la más remota
idea o aquellos tíos tan duros harían de mí picadillo que venderían a la mañana
siguiente en cualquier esquina del barrio chino a cualquier confiada señora a
ofertas especiales de los miércoles.
Entonces entró él. Sonrisa truncada, gafas de sol tan
oscuras como para emitir un destello, corbata granate con rombos, un
resplandeciente traje blanco de seda y un enorme sombrero -del mismo color- del
que quedaba sostenido un naipe francés. El nueve de diamantes. Una gran piel de
zorro como la de las películas de mafiosos de Harlem colgaba sobre su cuello -más
tarde gracias a mi amistad con Jessy descubriría que ese hombre se trataba de
alguien conocido como El Nueve de Diamantes-. Tal nombre le vino a raíz de que
eliminase a los nueve más grandes e importantes del tráfico de armas y
estupefacientes de la ciudad en una gran cena de celebración a la que los había
invitado con ánimo de reconciliación. La traición le costó el poder;
otorgándose a sí tal nombre que a mi parecer me sorprendió y merecía tras
semejante matanza.
-No es él.
-Pero Nueve; corresponde
a la descripción que nos dio.
Un gran frío inundó la abandonada sala.