Las tardes de Domingo invernales
siempre nos gustaron. Las pasamos de resaca en tu cama y también de mercadillos
y televisores tan rutinarios como los de cualquier familia al fin de la
programación semanal. Recuerdo como dejábamos caer las fotos y como ninguno de
los dos hacía nada por impedirlo. El salado olor de las palomitas con mantequilla o el de la gélida lluvia de colores. También recuerdo no ser conscientes del tiempo, ni tampoco del final. Si quiera tenían principio esos Domingos. El principio lo poníamos
nosotros y solía estar en el escritorio improvisado, caliente, como una pizza de Pepperoni o cómo
el agua que golpeaba mi nuca al despertarme entre campanadas. Recuerdo mirar
por la ventana y ver a una pequeña gatita parda en celo en el más alto de los balcones,
pensé que quizás podía ser yo pidiéndome un comportamiento social más natural. Los radiadores apagados, los edredones de
plumas y el estereofónico reproduciendo el CD Amnesiac. Nos sentíamos inmortales y poderosos, quebrábamos los malos humos y los aspirábamos con la más fuerte de nuestras inspiraciones. Esas sensaciones estáticas, esas miradas tan complementadas ante cualquier estímulo externo. Todo encajaba y la presión no ejercía su función.