El mundo es cuadrado. Las nubes negras, con grietas. El mar rojo, de hielo. El cielo se
encuentra bajo mis pies. Estoy alterado y camino de forma turbulenta como si
buscase a alguien en concreto entre
todos los viandantes de este paseo de playa. Mármoles con formas geométricas y colores me aturden. Muchas terrazas llenas de personas que al mi pasar me escanean
reconociéndome y extrañándose. Algún ojo curioso se desliza a través de las gafas para observarme sin cristales por medio. No me veo en la facultad de identificar ninguno
de los rostros. Todos parecen ser demasiado similares como para distinguirlos. Cuestiono
la posibilidad de si algo en mi físico desconcierta a la multitud. Observándome,
no hallo respuesta. Le sigo buscando. ¿A quién? ¿A quién? ¿A quién? No hallo respuesta; el miedo inunda mis entrañas. Mi nerviosismo aumenta de manera
progresiva. La señora del vestido verde escotado me ha lanzado un guiño que debía reconocer. El
sabueso británico del hombre del sombrero de leopardo persigue con la mirada
la pelota con la que el embutido niño juega. El horizonte y el mar son un solo
órgano. Una mano que se dirige hacia la misma dirección que yo, se posa con
suavidad y delicadeza sobre mi hombro. Para mi sorpresa, un hombre rubio mayor,
me ofrece un paquete envuelto en papel marrón atado con dos lazos marineros. Me insiste en que no
lo abra. Robin me preguntará por él y tendré que dárselo. Camina hacia detrás
sin apartar la mirada de mis ojos. Esa mirada más oscura que la última línea del mar. La incertidumbre aumenta por cada paso que
doy. Un nombre por lo menos: Robin. ¿Quién es Robin? ¿Quién es Robin? ¿Quién es
Robin?...
El abrirlo o no, solo supone un
debate moral y circunstancial. Pues yo sé que no me pertenece. Además, Robin
probablemente conozca el peculiar lazo del viejo ario. Miradas, familiaridad en
miradas. Nerviosismo. ¿A quién busco? ¿A quién coño buscaba?, que extraño todo. Entre
la multitud, sonrisas y expresiones me agobian. No entiendo como he llegado
hasta este lugar. No conozco nada. Conozco todo, pero no identifico nada.
Robin, Robin, Robin. ¿Dónde está Robin? Pero… ¿Quién es Robin? ¿Existe Robin?
¿Es invención del viejo ario? Me encuentro aturdido y cansado, necesito un
trago. El color del agua sigue siendo el mismo; que sorpresa. El líquido insípido
me sacia y me deja observar mí alrededor. Todo el mundo finge un papel, de eso
estoy seguro. Nadie es quien es, todos son quienes son. Robin, Robin, Robin, me
repito una y otra vez. Un cenicero de acero inoxidable humeante hace compañía al paquete marrón
encima de la barra. Lo observo. Lo
observo. No se mueve. El humo si lo hace. Mí mirada también y Robin no lo sé.
La calle ha cambiado su apariencia. Ahora la playa se encuentra sumergida en el
acuario de una gran tormenta, como mi cabeza en este estético paseo. La gente
utiliza paraguas como mecanismo de defensa contra el agua. Cada vez resulta más
difícil ver el rostro de los caminantes. Cada vez están más tapados. Cada vez
veo más difícil encontrar a Robin. Robin, Robin, Robin ¿Cuándo llegaré a mi
destino? ¿Existe si quiera la persona que busco? La lluvia me moja, pero no
tengo esa sensación. La lluvia choca contra la nuca del horizonte. Sonrío por
primera vez. No tengo miedo. La templanza nunca fue mi virtud. Una señora que
pide dinero clava su mirada en mis ojos. Me penetra. Me folla. Me dejo follar.
Mi paso es lento y constante. Un cigarrillo calienta mi pecho. ¿Y Robin? ¿Y
Robin? ¿Y Robin? Necesito encontrarle, necesito darle el paquete del bolsillo.
No puede ser, ¡está vacío! Saco de nuevo fuego de mi bolsillo. Un mechero
brillante y dorado. Nunca antes lo había visto. Enciendo otro pitillo. En él,
una inscripción en letra curvada y mayúscula, recita: ROBIN, ROBIN, ROBIN.