viernes, 14 de marzo de 2014

Huellas de mi ciudad.

         Los dos hombres se miran una última vez antes de cometer la perversidad que han tramado apenas cinco minutos antes. Se encuentran agachados cogiendo las hachas de mano que vende la tienda Whin-su al precio de 3,75. Hay cinco o seis y se encuentran en un cesto azul de plástico entre los destornilladores y los paquetes de tornillos. Van a atracar a los dueños chinos con  su propia mercancía comercial. Los dos hombres se miran una última vez antes de cometer la perversidad que han tramado apenas cinco minutos antes. Las hachas no están excesivamente afiladas, pero el acero forjado del gran monstruo asiático es más que suficiente como para intimidar a un dependiente cualquiera. Los dos hombres desean sus papelas y para ello están dispuestos a llegar a dónde sea -siempre y cuando uno de los dos no pierda el hilo conductor y acabe escapándosele la situación de las manos-. Están dispuestos a ello. Avanzan por el pasillo de los post-it, los cuadernos y los rotuladores permanentes. Subrayadores con colores fosforescentes y cuadernos de ortografía rubio. El primero de ellos esconde el hacha tras su espalda, sosteniéndola con la mano derecha mientras que el detrás -más deteriorado por el excesivo consumo- deja su hacha colgando al poder la gravedad con su mano izquierda. Su cabeza queda también a la merced de la ley de Newton. Se ve inclinada, caída, pesada. La lógica como complemento de playa. En el interior del mostrador de cristal se guardan relojes de pulsera digitales y con agujas que no dejan de girar mostrando un sinfín de direcciones para la pobre inconsciencia de los toxicómanos. Sobre el mostrador de cristal se encuentra la caja registradora y tras ella, el joven dependiente asiático. Se dirigen hacía él. Al lado del inmaduro chino con corte de pelo inspirado en el manga, se sienta una señora -también asiática- viendo en un viejo televisor alguna emisión oriental pasada. El hacha se acerca hasta el mostrador y el toxicómano de atrás grita como un desposesido que se les entregue la pasta. No hay reacción mínima por parte del dependiente. Parece acostumbrado a este tipo de situaciones. Dos enfermos psíquicos con síndrome de abstinencia sujetando dos hachas frente a él y apenas parpadea o duda. La señora asiática que observa el televisor, levanta su mirada y observa a los dos hombres por encima de sus minúsculas lentes sin mostrar tampoco ningún tipo de pavor. La única que parece sentirlo, es una señora de mediana edad que sostiene una bolsa de la compra  y en la otra mano un recogedor color verde. Sus gritos inquietan a los hombres de las hachas. El primero de ellos, decide tomar como rehén a la mujer a fin de evitar el escándalo. Es el momento en el que el dependiente aprovecha para agacharse de manera veloz. El segundo de los hombres, siempre menos hábil, lanza un hachazo que impacta directamente sobre la cresta encefálica del asiático abriendo su cabeza como si de una naranja para zumo se tratase. ¡Corre! ¡Corre! Los dos hombres se ven correr avenida abajo como dos gacelas perseguidas por su cazador , chocando con todo tipo de viandantes. En una de las calles que atraviesan la avenida de manera perpendicular, un Clio Azul choca con el segundo de los hombres alejándolo varios metros desde el origen del impacto. Un brazo queda atrapado bajo su espalda durante la caída y el hombro emite un chasquido que indica un drástico desencaje articular. Tales son los nervios que impulsándose en el brazo todavía operativo se levanta. El brazo cuelga formando una U invertida. El codo se mueve en función de la dinámica y la gravedad.  Arranca a correr mientras el otro toxicómano ya se aleja de la escena del accidente. Se dirigen al mismo lugar: Calle Marqués de Lomes, Nº 35-41